Si algo se aprende cuando uno se interesa por la conservación del lobo es a convivir con un flujo permanente de malas noticias. Entre las más recientes se encuentra la aprobación, desde el gobierno de Cantabria, de un cupo de caza de 34 lobos, una medida contraria a la legislación europea y encaminada a contentar al lobby de la caza de trofeos, pero justificada con el viejo argumento demagógico de la defensa de la ganadería. Nuestra primera reacción ante estos abusos es recordar lo obvio: que las estimaciones sobre la población de lobos que usa la administración para calcular esos cupos están infladas intencionadamente; que el concepto de “controlar la población del lobo” es absurdo al tratarse de un depredador social, territorial y jerárquico que, si se le deja en paz, controla su propio número; que la matanza indiscriminada de lobos no resuelve el problema de los ataques al ganado si no que lo perpetúa; que, peor todavía, la matanza sesgada de ejemplares espectaculares practicada por la caza de trofeos elimina los adultos reproductores que lideran las manadas, causando la mayor desestabilización en la sociedad lobuna y el perjuicio más profundo tanto a los ecosistemas como a la ganadería; que si realmente queremos acabar con los daños a la ganadería la solución está en implementar medidas preventivas…
Pero este rosario de realidades sólo contesta a las preguntas prácticas que nos planteamos ante el absurdo continuado de la “gestión a tiros” del lobo. Son argumentos que surgen de la buena intención de solucionar los problemas, pero que nos anclan en una dialéctica sin salida, porque asumimos que la otra parte comparte esa voluntad de solucionar los problemas, y esa asunción puede ser demasiado ingenua.
La realidad es que se está produciendo, a nivel de política regional, un experimento sociológico perverso: se fomenta en algunas minorías una actitud regresiva y contraria a la conservación de la naturaleza, enfrentando sectores y sacando partido de esa conflictividad. La defensa del medio ambiente, que es una necesidad urgente para el bien común de la sociedad, es presentada por algunos líderes como un lujo para élites, y así se crea un victimismo tan falso como peligroso por parte de los que se creen en el derecho a dañar indiscriminadamente a la fauna. El lobo, con su capacidad de generar reacciones emocionales, es un chivo expiatorio ideal para frustraciones y descontentos sociales que tienen orígenes muy distintos y que nada tienen que ver con el cánido, y que desde luego no se solucionarían ni con su “control” ni siquiera con su desaparación total.
Sin embargo, este afán de los políticos por hacer demagogia con el lobo (o más bien contra el lobo), se opone a la tendencia de la mayoría social hacia una creciente sensibilidad ambiental. Y esto no sólo es cierto para España sino para el resto de Europa, como demuestra una encuesta llevada a cabo este año en 6 países europeos en los que aún quedan poblaciones salvajes de lobos. La encuesta, realizada de acuerdo a los criterios estadísticos más exigentes y encargada por el “Eurogroup for Animals” arroja unos resultados abrumadores: el 93% de los ciudadanos encuestados consideran que los lobos tienen derecho a vivir en estado salvaje en su ambiente; el 86% aceptan que el lobo debe vivir en sus respectivos países; el 81% opina que el lobo debe estar estrictamente protegido; el 84% está de acuerdo en que sólo se deben utilizar métodos no letales para proteger al ganado del lobo; y el 78% considera que los ganaderos y la población rural en su conjunto pueden convivir con los lobos sin hacerles daño.
Estos resultados son elocuentes a nivel numérico pero también deben leerse en términos de los valores que reflejan: demuestran que existe una conciencia de la importancia del respeto, la tolerancia y la capacidad de convivencia frente a los retos ambientales. Confirman la obviedad de que la política va a remolque de la sociedad, y nos recuerdan que aún hay lugar para la esperanza de un cambio a mejor. Pero si miramos al mismo tiempo a la encuesta y a los cupos del lobo en Cantabria, vemos dos fuerzas actuando en direcciones antagónicas: por un lado, una ciudadanía en la que va calando la conciencia de realidades tales como la emergencia climática y la crisis de biodiversidad, y que tiene una percepción positiva de la naturaleza como un todo del que formamos parte y al que no tiene sentido agredir; por otro lado, una gestión miope, egoista e interesada, que para satisfacer un afán de poder y una búsqueda de intereses a corto plazo, mete varas en las ruedas del proceso más importante de la actualidad, que es la transición hacia un modelo de vida compatible con la supervivencia de la humanidad a largo plazo.
Sin duda es una simplificación reducir la democracia a una cuestión de mayorías, y sería ingenuo o insensible pretender que cualquier mayoría vale lo mismo que otra. Si, por ejemplo, la mayor parte de la población defendiese valores esclavistas, su condición de mayoría no podría legitimar sus puntos de vista. En el caso de la protección del lobo, la mayoría social es doblemente válida porque muestra la clase de evolución en las percepciones necesaria para evitar, o al menos aminorar, las consecuencias de décadas de irresponsabiliad ambiental.
Las políticas de caza y control letal del lobo implican mucho más que un estilo de gestión de una especie puntual: son parte de un modelo reduccionista de relación con el medio ambiente, que pone el patrimonio natural en manos de intereses privados y para colmo instiga a los titulares de esos intereses a percibir la defensa del bien común como una amenaza a su propiedad e incluso a su supervivencia. Es como si en pleno siglo XXI se cuestionasen las leyes de protección de la calidad del aire pintándolas como agresiones contra los trabajadores de las empresas contaminantes. A todo esto se añade el acto de prestidigitación más efectivo por parte de los sectores retrógradas: convertir cualquier conflicto relacionado con la defensa del medio ambiente en un “enfrentamiento de intereses”, poniendo en igualdad de condiciones a unos y otros. Y los medios de comunicación a menudo se hacen cómplices de esa reducción al absurdo. “Cazadores frente a ecologistas”, se dice, invitando al público a adoptar una posición neutral como si estuviesen presenciando una disputa entre clanes. Pero en estos temas no hay neutralidad posible: es como pedirle a un paciente que vea a los agentes patógenos y a los médicos como equipos rivales que se enfrentan con igual legitimidad. Desde un punto de vista cósmico esto podría ser así, pero desde el punto de vista del hipotético paciente, o en este caso de los habitantes de este planeta, no hay equidistancia posible. Por suerte, la mayoría social percibe esta realidad, pero el talento de los políticos a menudo se vuelca en usar la democracia en contra de las mayorías legítimas. O dicho de otro modo, en gobernar contra la sociedad.