La animadversión hombre-lobo tiene, sin duda, hondas raíces. En la cultura humana postneolítica el lobo encarna la maldad, el ser sanguinario que mata por placer. Basta recordar los cuentos de «Caperucita roja», o «Los tres cerditos». Pero, ¿qué hay de cierto en tales asertos? ¿Es verdad que el lobo mata por encima de sus necesidades? ¿Es posible la convivencia pacífica entre el hombre y el lobo?. Este artículo va a tratar de responder a estas preguntas.
El Pleisotoceno
Durante el Pleistoceno, la región Holártica (Eurasia y Norteamérica) debió de ser un paraíso animal. En los bosques prosperaban ciervos, gamos, jabalíes, corzos y otros herbívoros, mientras que en las llanuras abundaban caballos salvajes, bisontes y antílopes. Toda esta gran fuente de proteínas estaba a disposición de los depredadores, entre los que destacaban dos cazadores sociales, fuertemente jerarquizados, inteligentes y capaces de capturar, gracias a la colaboración de varios miembros del grupo, desde el pequeño conejo hasta el gran alce. Estas dos especies eran el lobo y el hombre paleolítico.
El aquel tiempo no se puede considerar que existiera una competencia muy marcada. Por un lado, la población humana no era excesiva y, por otro, había abundancia de presas. Es un hecho constatado que las culturas basadas en la caza y recolección, como los indios nativos de Norteamérica, carecen de la fobia antilobo.
La revolución del Neolítico
Al final de la glaciación de Würm (Wisconsin para Norteamérica), debido a las duras condiciones climatológicas y a la presión cinegética, muchas especies se habían extinguido o habían visto reducidos sus efectivos. Era el caso de los gamos y muflones en Europa y de los caballos salvajes en el Nuevo Mundo.
La revolución del Neolítico, que se originó en el creciente fértil, entre el Eúfrates y el Tigris, conlleva un importantísimo cambio en la mentalidad humana. El hombre pasa de ser cazador y recolector a agricultor y ganadero, y nace en él el concepto de propiedad. Hasta entonces, la presa sólo era de quien la cazaba, pero a partir de ahora el hombre considera suyos los animales que va consiguiendo domesticar: perros, cabras, ovejas, caballos, ganado vacuno y porcino, principalmente.
Al mismo tiempo, se talan los bosques primigenios para conseguir más tierras de cultivo para alimentar a la creciente población. Ello conlleva a la rarefacción de las presas naturales del lobo, que todavía permanece en este ecosistema antropógeno. ¿Qué tiene que hacer el lobo para encontrar su sustento si ya no tiene gamos, jabalíes o ciervos? Depredar sobre ovejas, cabras y otros animales domésticos, es decir, enfrentarse con el hombre. Aquí es donde radica, sin duda, el conflicto entre el hombre y el lobo y, mientras no se solvente de alguna manera, seguirá habiendo esta guerra hombre-lobo.
Guerra al lobo
En el mundo humanizado, el lobo es un vulgar salteador de caminos, un proscrito al que se le ha declarado guerra a muerte. Ciertamente, el agricultor o el ganadero defienden sus legítimos intereses, pero los lobos ya no encuentran un lugar tranquilo donde traer al mundo a sus pequeños. Los adultos precisan de poco más de un kilo de carne diario para sobrevivir, pero el hombre no les da esa carne. Se han llevado a cabo incontroladas campañas de envenenamiento, frecuentes batidas de caza y se han sembrado los campos de cepos, que destrozan la extremidad y mutilan al animal, cuando no lo matan.