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El ritual salvaje de los lobos

Pelea entre dos lobos de la manada de Cabárceno para quedarse con la tajada. T. COBO

La llegada de la comida desencadena una larga y feroz batalla entre la manada de Cabárceno

Los nueve lobos ibéricos de la manada de Cabárceno descansan tranquilos y por separado, tumbados al sol del recién estrenado invierno. Hasta que un ruido de verjas actúa como un resorte que los pone a todos al galope. Corren en grupos y sin rumbo. Enseguida entran dos cuidadores y dejan grandes porciones de carne de res en la rampa de alimentación. Quien piense que los cánidos van a despachar esos costillares en cuestión de minutos se equivoca. Tardarán aún un buen rato en acercarse a esos manjares y lo harán por tandas cada vez más espaciadas. Comienza un feroz ritual en el que vencerán los más fuertes y persistentes.

Ninguno se atreve a ir derecho a la carne. Todos merodean en torno a esas rojizas raciones que desprenden un intenso olor, expandido por el batir de alas de los cuervos, que sobrevuelan el recinto en número creciente y se posan en las peñas circundantes, deseosos de pillar las sobras. Los lobos se persiguen unos a otros, se miden, se vigilan, entre varios acorralan a uno contra las rocas y más tarde a un segundo y a un tercero. Se suceden los aullidos de protesta y las acometidas para marcar jerarquías y dominancias. Hasta que uno de ellos se arriesga a coger el primero de los trozos y sale con él entre las fauces a la carrera. Los demás se le echan encima y uno consigue arrebatarle la tajada, que le disputan, a su vez, los siguientes.

Ahora se entiende por qué tardan tanto en decidirse a coger un pedazo de carne o de hueso. Temen lo que les espera. Se conocen unos a otros, se saben predadores. A todos les unen lazos de sangre, son hermanos, hijos o padres, pero, con comida de por medio, se vuelven enemigos íntimos. Poco a poco, se arriesgan a probar suerte, aunque les atenace el miedo. Algunos consiguen llegar a un rincón seguro con su ración y otros la pierden en las ineludibles refriegas a dentelladas.

Uno de los cánidos corre, vigilante, con su porción de carne en la boca. T. COBO

Quedan las últimas porciones en la rampa. La tensión es máxima. Los duelos son tremendos. Tanto se alarga la partida que los cuervos se cansan de esperar y se aventuran a picotear la carne que se seca en la rampa. Los lobos los espantan, pero todavía no se deciden a coger lo que es suyo. Son los momentos más delicados. Los individuos que aún no han comido están hambrientos e irritados y los que ya han conseguido bocado regresan con más fuerza a por más. La batalla final se gana más por agotamiento de los rivales que por coraje propio. Por fin dos de estos perros salvajes de ojos claros se hacen con las últimas ‘viandas’ del banquete, no sin verse antes las caras y, sobre todo, los colmillos con sus pendencieros familiares.

Es el turno de los cuervos, que lucen un plumaje brillante y de un negro radical. Buena parte de estos pájaros carnívoros consigue hurtar algún palito de costilla o un pequeño colgajo de carne que aferra con sus pico antes de volar hasta los cercanos peñascos para darse su modesto festín.

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