SENSIBILIDAD

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Recientemente hemos visto a un biólogo experto en lobos participar en un programa de caza en televisión. Sus anfitriones le invitaron con el propósito de que justificase la caza como la mejor herramienta para “gestionar” al lobo ibérico, y el experto no se hizo de rogar. Cuando salió el tema de la difícil convivencia entre la caza y la observación de lobos, nuestro biólogo se apresuró a decir que estas dos formas de “explotación económica del lobo… no chocan desde el punto de vista real, ya que las dos son compatibles”. Cabe suponer por tanto que cualquier pega que le pongamos a la caza del lobo debe reflejar un punto de vista “irreal”… “A la gente que quiere ver lobos no le gusta nada que se cacen lobos, se sienten ofendidos”, asegura, y crea la impresión de que los observadores del lobo tienen una piel demasiado fina, un fenómeno para el cual él también tiene una explicación: “Mucha gente ve en los lobos a perros, y cuando se matan lobos es como si mataran a su perro, y eso les ofende especialmente, más que si se matara a otros animales”.

 

Bajo estas declaraciones se oculta un notable paternalismo, y es que lo mejor del discurso está en el subtexto: “Mucha gente ve en los lobos a perros” dice, y deja implicito que los expertos listos saben que los lobos no son perros y que identificar ambas cosas sería un burdo subjetivismo (aunque, en realidad, biológicamente los perros no son más que lobos domesticados). “Esto les ofende… más que si se matara a otros animales” dice, e implica que sólo a alguien aquejado de un grave sentimentalismo le puede ofender más que se mate a un animal que a otro. El mensaje oculto es que si un científico como él sabe que da igual a qué animal se mate, entonces todo el que se ofenda por la muerte del lobo está por debajo de sus estándares de objetividad científica. Y ya de paso pone en el mismo bando la supuesta objetividad del científico y la dureza del cazador, y ambos sonríen ante el sentimentalismo de los que se oponen a la caza del lobo.

 

Para el biólogo y sus anfitriones cazadores, la sensibilidad que exhibimos los ciudadanos de a pie sería una tara, una especie de velo sonrosado que nos impide ver la cruda realidad que ellos sí perciben.Y en esto coinciden con una actitud tradicionalmente ibérica, para la cual volverse insensible y correoso es parte necesaria del proceso de maduración de la persona, sobre todo si se trata de un varón. Según esa visión convencional, una persona “curtida” no se anda con remilgos, y de hecho en nuestro entorno es tristemente común que se identifique la sensibilidad con la sensiblería, o en un leguaje más coloquial, con la gilipollez.

 

Pero la realidad es la opuesta: la sensibilidad es una herramienta de conocimiento, que nos permite percibir matices y orientarnos en nuestro entorno. Cuanto mayor es la sensibilidad mayor es la finura de los estímulos que podemos captar, lo cual se aplica tanto a la biología como a la tecnología, como bien saben los fotógrafos de naturaleza siempre desesosos de captar al lobo con cámaras cada vez más sensibles. Y una de las formas más refinadas de sensibilidad es la empatía, que se sirve de las sofisticadas “neuronas espejo” para darnos información sobre los estados de ánimo e intenciones de otros seres. Pero esta capacidad tiene un precio, ya que la máxima de la empatía es “tu dolor es mi dolor”, y entonces un exceso de dolor a nuestro alrededor puede terminar abrumándonos. La solución a este problema es asumir con madurez la existencia del dolor ajeno y nuestra parte de responsabilidad en el mismo, pero a muchas personas les aterra dar ese paso, y prefieren cerrar los ojos ante la evidencia. Es una reacción infantil, como la del niño que se tapa los ojos y dice “no estoy” o el que se tapa las orejas y dice “habla chucho que no te escucho”. Algunos se han acostumbrado a identificar esa negación de la evidencia con ser curtidos y “realistas”, pero su condición es comparable a la insensibilidad congénita al dolor, esa neuropatía periférica que hace que las personas sufran todo tipo de heridas y lesiones sin darse cuenta siquiera.

 

Un buen ejemplo es el de un empleado de la Junta de Castilla y León que hace poco se puso como foto de perfil en una red social una instantánea de si mísmo posando ante un lobo muerto. El cánido yace en el suelo con la cabeza sujeta mediante un palo mientras la sangre que mana de sus heridas se extiende por el suelo de cemento en siniestros regueros. Es tentador interpretar esa imagen como un desafío a las personas sensibles que puedan verla, pero lo más triste es pensar que ese servidor público probablemente se sorprendería si le dijésemos que su foto nos pone los pelos de punta. Para él simplemente refleja un día exitoso en el trabajo. Gracias a un largo proceso de embrutecimiento cultural, la capacidad de empatía puesta a punto por millones de años de evolución ha quedado obnubilada en este sujeto, que ya no percibe la sordidez de una imagen que, de niño, le habría dado pesadillas durante noches. Podemos pensar que nuestra vida sería mejor sin dolor, pero el dolor es una señal que nos permite evitar males mayores. Percibir en toda su hondura lo que le hacemos a otros seres vivos es una herramienta que nos ayudará a preservar la biodiversidad a nuestro alrededor, y de ese modo sobrevivir como especie.

 

Hacia el final del programa, los anfitriones sacan a colación el sangrante episodio en que un celador de la reserva de Riaño llevó a unos cazadores a matar los lobos de una manada que precisamente estaba siendo observada por un grupo de turistas. Entre sonrisas cómplices nuestro experto admite que esa situación demostró cierta “falta de tacto” por parte de los cazadores. Tacto, sensibilidad… esas cosas que los participantes del programa consideran secundarias, y de las cuales depende, hoy más que nunca, nuestra supervivencia. Los argumentos del sector cinegético para justificar la matanza de lobos con tecnicismos son muy sencillos de rebatir, y lo haremos las veces que haga falta, pero que se quiera descalificar a los que defendemos al lobo intentando que nos avergoncemos de nuestra sensibilidad es el colmo del ridículo. Ojalá que no la perdamos nunca.

 

 

Mauricio Antón

Vicepresidente de Lobo Marley