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Yo quiero ser un lobo

Siete de la tarde del jueves, 21 de julio de 2011. Estamos en un pequeño pueblo perdido en la sierra oeste de Madrid, a unos 50 kilómetros de la capital.

Camuflaje Foto: Angel M. Sanchez
Camuflaje
Foto: Angel M. Sanchez

El calor es sofocante. Las estrechas calles están prácticamente desiertas. Las casas, antiguas y empedradas, acogen en su interior a los poco más de 1.000 habitantes de la localidad.

A lo lejos, en el horizonte, cuatro diminutas sombras anuncian la proximidad de la gran ciudad. Son los enormes rascacielos, gigantes de acero y de cristal que alcanzan los 250 metros de altura y que, empequeñecidos por la distancia, pierden el nombre y la dignidad.

Un mar de encinas y alcornoques nos envuelve; 83.000 hectáreas de bosque Mediterráneo asentadas sobre una orografía por lo general poco cambiante y un paisaje tremendamente monótono.

Integrada en Red Natura 2000 bajo la denominación ‘Cuencas y Encinares de los ríos Alberche y Cofio’, esta vasta extensión goza de merecida protección desde que en el año 1990 fuera declarada Zona de Especial Protección para las Aves (ZEPA), y dos décadas más tarde, en 2010, Zona de Especial Conservación (ZEC). Reconocimientos que no le libran de amenazas como la creciente presión urbanística o los grandes incendios forestales.

Aquí encuentran refugio las últimas parejas de buitre negro y de águila imperial. En algunas ocasiones, el esquivo lince deja constancia de su presencia en estos montes.

Mi padre, mi hermano y yo mismo veníamos en busca de otro gran carnívoro; concretamente, de un cánido. Queríamos conocer al mayor depredador de la Península Ibérica (con permiso del ‘Homo Sapiens’, por supuesto). Hace más de medio siglo que no se tienen noticias suyas. Pero nosotros sabíamos dónde encontrarlo.

Tal y como estaba previsto, apareció puntual, en la plaza del Ayuntamiento, Carlos Sanz, biólogo, naturalista y uno de los que más sabe sobre este animal.

Manuel Sobrino - Finca Carlos Sanz
Manuel Sobrino – Finca Carlos Sanz

Tras una breve y amistosa charla, en la que, a modo de introducción, recibimos algunas indicaciones y advertencias, nos subimos a un viejo y destartalado todoterreno inglés.

Conducidos por Carlos —era la primera vez que como copiloto me situaba a la izquierda del conductor— no pasaron más de cinco minutos cuando ya habíamos llegado a nuestro destino: una parcela amurallada de una hectárea, aproximadamente, cubierta por una espesa maleza y salpicada de grandes rocas.

El terreno, aparentemente abandonado, atesoraba un pasado glorioso. Años atrás, había servido de escenario natural para la filmación de algunas de las secuencias más recordadas de la serie documental ‘La España Salvaje’, programa que cosechó gran éxito en los noventa por contar con la colaboración estelar de Su Alteza Real el Príncipe de Asturias. Pero esa no era la única sorpresa que nos depararía aquel lugar…

Nos bajamos del vehículo, y nos dirigimos con paso firme hacia el portal de entrada. Nervioso, emocionado, recordaba la honda impresión que causó en Félix, a los 11 años de edad, la visión, por primera vez en su vida, de un viejo lobo al que iban a matar a tiros en una batida de caza, en el pueblo burgalés de Poza de la Sal. Acontecimiento que marcaría su futuro para siempre, y que relataría en 1974 de esta apasionada y apasionante manera:

“Lo que vi entonces no se me olvidará jamás. Vi un animal, un animal hermosísimo, un animal grande, de color gris, un animal que estaba perfectamente parado, y que miraba exactamente en mi dirección.

Tenía la cabeza más grande que un perro lobo, la frente más amplia, las orejas quizá más pequeñas y separadas… pero lo que más me llamó la atención fueron sus ojos, sus ojos de un color ambarino, acaramelado, unos ojos que me miraban con nobleza, unos ojos que me miraban con un gran interrogante, unos ojos de los que se desprendía quizá una queja… ¿Porqué me perseguís, por qué queréis acabar conmigo, por qué queréis matarme si yo también necesito la carne para vivir, si yo también tengo la obligación sagrada de sacar adelante a los míos, si yo también tengo mi loba y mis lobeznos… Si puede haber carne para todos, ¿por qué queréis quitarme la vida?

 

Yo me quedé, en los 11 años de mi infancia, anonadado, viendo aquella masa inmóvil, viendo aquel animal, que no tenía nada que ver con la bestia feroz, malvada, singuinolenta y sucia, que me habían descrito los pastores y los cazadores; que era un animal hermosísimo, de mirada noble, profunda, que era quizá la más acabada representación de la fuerza, de la libertad, de la nobleza, del palpitar del corazón de la madre Tierra” […]

¿Cómo reaccionaría yo, al enfrentarme cara a cara con aquel animal mítico, protagonista de cuentos y leyendas, preludio de muerte y desgracias, símbolo de poder y resistencia frente a la adversidad?

Una vez dentro del recinto, se hizo el silencio… Transcurrieron así varios minutos de tensa espera, mientras Carlos nos decía susurrando: “Ella ya os está escuchando, ya os está viendo”.

Manuel Sobrino – Finca Carlos Sanz
Manuel Sobrino – Finca Carlos Sanz

Desde algún punto de su reducido territorio, la loba analizaba detenidamente a aquellos extraños que habían invadido su espacio vital. Pero ella veía sin ser vista.

‘Roma’ nos estaba mostrando ya su esencia salvaje, y desde el primer momento hizo gala de dos de los mejores atributos de su especie: sigilo y cautela. Su timidez y recelo eran tales que finalmente Carlos decidió salir a su encuentro. ¡¡“Roma, Roma”!!, gritaba una y otra vez, con la esperanza de obtener respuesta.

Por fin, desde la distancia, pudimos adivinar por los gestos de Carlos que ya la había localizado. Evidentemente la voz, el olor de aquel humano, le resultaban familiares. Ya no tenía nada que temer. Confiada, guiada por la mano experta del naturalista, se fue acercando poco a poco hacia nosotros. Y nosotros, meros espectadores, aguardábamos pacientemente a que de un momento a otro hiciera acto de presencia.

Y efectivamente. Aquí llega la parte más difícil de mi relato. ¿Cómo expresar con palabras ese instante mágico? ¿Cómo describir en unas líneas un sueño, un sentimiento, una emoción? Es imposible traducir al limitado lenguaje escrito el complejo idioma del corazón, cuando algo que llevas esperando tanto tiempo, llega por fin, y se presenta ante ti.

Allí estaba yo, frente aquella figura grande, esbelta, elegante y perfecta en sus proporciones. Era la belleza de la perfección, era la envidia de los cazadores bípedos, era el amigo traicionero y traicionado, era el devorador de abuelitas desvalidas, era la Bestia de Gevaudan, era el eterno culpable sin presunción de inocencia, juzgado sin justicia, condenado y ejecutado… Para mí, todo eso y mucho más era, y es, el lobo.

He de reconocer, sin embargo, que mi encuentro no fue tan trascendental como aquel de Félix, hace más de 70 años.

Hay que tener en cuenta que ‘El Amigo de los Animales’ era solo un niño, cuando su padre le dio permiso para asistir a la cacería que —ironías de la vida— supondría el inicio de un cambio. Un giro en la historia que permitió rescatar del exterminio a los últimos 500 lobos que quedaban en España por aquel entonces.

La más repugnante de las manifestaciones de odio hacia un ser vivo, transformada en amor innato en la mente abierta y pura de un chiquillo de 11 años… ¿No es increíble?

Por otro lado, a pesar de que las instalaciones distaban mucho de ser precarias, no tenían el encanto de un entorno libre y de horizontes despejados. Sea por la razón que fuere, la experiencia fue menos impactante de lo esperado.

‘Roma’ era una hembra de cuatro años de edad, complexión delgada y no más grande que un pastor alemán. Su juventud y la época del año —no hay que olvidar que los lobos pierden la mayor parte de su pelaje durante el verano— condicionaban en gran medida su aspecto.

Manuel Sobrino – Finca Carlos Sanz
Manuel Sobrino – Finca Carlos Sanz

Pero no tardé en contrarrestar esa sensación un tanto frustrante, admirando otras particularidades de su anatomía realmente fascinantes, como por ejemplo su forma de moverse. Lo que los entendidos llaman el ‘trote lobero’, sistema de locomoción que le permite desplazarse de un sitio a otro sin apenas esfuerzo y con una armonía y elegancia sin parangón, como si bajo sus zarpas se escondieran auténticos muelles.

También llamaron poderosamente mi atención sus grandes orejas, que desprovistas por completo de pelo en su base destacaban sobre su cabeza. Y la franja de color negro que recorre sus patas delanteras, marca distintiva que hace posible diferenciar al ‘Canis lupus signatus’ (lobo ibérico) del resto de ‘Canis lupus’ del planeta.

Todo aquello que había tenido la oportunidad de aprender a través de libros, revistas o de la televisión, lo estaba repasando ahora sobre un ejemplar vivo, de carne y hueso.

Pero, sin ninguna duda, lo que más me impresionó, aquello que jamás se borrará de mi memoria, fueron sus preciosos ojos color miel. Su mirada penetrante, arrebatadora. Una mirada que le daba quizá un aire malvado y temible. Una mirada que reflejaba todas esas virtudes y defectos que, si bien carecen de significado en la naturaleza, han servido de argumento al hombre para escribir el destino de nuestro protagonista, y el de todos los seres vivos que pueblan la Tierra.

Pero yo no me conformaba solamente con observar. “Yo quería ser un lobo”, como rezaba la camiseta que aquel día había escogido ex-profeso para la ocasión. Para ello, debería integrarme y ser aceptado en el grupo. De poco sirvieron los suculentos trozos de pollo que le ofrecí, alargando la mano cuidadosamente.

“Al fin y al cabo no deja de ser un lobo”, comentaba Carlos.

Un pequeño movimiento en falso era suficiente para que la loba diese un paso atrás, asustada. Resignado, tras varios intentos fallidos, asumí que todavía no había llegado el momento de ‘bailar con lobos’.

El vuelo majestuoso de una cigüeña blanca sobre el limpio cielo puso un punto y seguido en esta maravillosa aventura, que no había hecho nada más que comenzar.

Todavía con el ‘subidón’ en el cuerpo, montamos de nuevo en el coche. Despacio, sin prisas, nos adentramos en el corazón del espacio protegido. Corazón aparentemente sano en el que latía con fuerza la vida alimentada con la sangre de los omnipresentes conejillos que nos iban abriendo paso a medida que avanzábamos.

“¡¡Aquí no nos encontraría nadie!!”, bromeaba mi padre, en referencia a lo apartado del lugar, mientas el 4×4 no paraba de tambalearse con violencia, golpeado repetidamente por los baches del camino, que poco a poco íbamos dejando atrás.

Manuel Sobrino – Finca Carlos Sanz
Manuel Sobrino – Finca Carlos Sanz

Ahora entendía perfectamente el porqué del desastroso estado que presentaba el automóvil. Cada tres o cuatros días Carlos se veía obligado a realizar este mismo trayecto para alimentar a sus animales, lo que acarreaba un tremendo desgaste para aquella máquina de metal entrada en años.

Suspiramos aliviados al llegar el final de nuestro accidentado viaje. El molesto ruido del motor, dio paso a la paz más absoluta. Y como para no desentonar en aquel ambiente, recibimos la orden de permanecer callados durante unos minutos, que acatamos a medias, entre risas y gestos divertidos.

Aquí sólo hablaba la naturaleza: el rumor de la suave brisa que soplaba, acariciando nuestros rostros azotados por el sol, el crujido de las ramas y de las hojas de los árboles, y los pájaros… los pájaros más que hablar, cantaban!

En realidad, lo que Carlos pretendía, era atraer sobre si la atención de los verdaderos amos y señores de aquel imperio verde: ‘Rómulo’ y ‘Remo’, dos espléndidos machos que dominaban una amplia zona acotada y vallada, cedida por el Ayuntamiento para el adecuado cuidado de estos lobos.

Podríamos afirmar que vivían en un estado de semilibertad. Aunque esta palabra no deja de resultarme un poco ambigua, máxime cuando estamos hablando de animales capaces de cubrir varias decenas de kilómetros en un sólo día.

Tan inabarcable era el área de campeo de ‘Rómulo’ y ‘Remo’, que para ejercer cierto control sobre sus movimientos, debían ser trasladados a una zona contigua, mucho más reducida. Tarea complicada incluso para un especialista.

Pero tan pronto como fue posible reunir a la “manada”, fuimos invitados a acercarnos. Y una vez más, sin vacilaciones, acudimos al aullido del lobo.

Los dos machos eran sensiblemente mayores que la hembra. Todavía conservaban una frondosa capa de pelo alrededor del cuello, que seguramente pronto perderían.

Uno de ellos, ‘Remo’, padecía una extraña dolencia que limitaba la movilidad en una de sus patas traseras. Tal vez esta incapacidad le había convertido en el ser extremadamente cariñoso y afable que era. En los próximos días sería sometido a diferentes pruebas para determinar con exactitud el alcance de su lesión.

En el extremo opuesto estaba ‘Rómulo’, un animal reservado y huidizo, que sin embargo se dejaba mimar y querer por Carlos.

Sentado sobre la vegetación seca, despojado ya de aquel elemento desconcertante e intimidatorio que para ellos era mi silla de ruedas, me puse a su altura, me entregué a su voluntad sin prejuicios ni presiones.

Inmediatamente, me vi rodeado por aquellas formidables criaturas. No existía el miedo. Solo un profundo respeto y una infinita admiración basada en un conocimiento real y objetivo.

Tras el protocolario reconocimiento olfativo, lobos y hombres estábamos preparados para dar el siguiente paso, y por fin juntos, nos entregamos a los juegos, a las caricias, a los abrazos… Llegué a establecer un contacto tan íntimo que pude incluso sentir su aliento, casi casi su respiración. Pero a pesar de mi insistencia, no hubo “beso con lengua”.

Lo cierto es que ellos parecían disfrutar de nuestra compañía tanto como nosotros de la suya.

Nada comparable, en cualquier caso, a la relación que había entre los animales y su cuidador. Empeñado en demostrar la extraordinaria mansedumbre de sus pupilos, no le tembló el pulso al biólogo cuando, con toda tranquilidad, introdujo sus manos desnudas en el interior de la boca de ‘Remo’, para que pudiéramos ver los tremendos, grandes y afilados colmillos que poseía. Armas blancas y cortantes que él empuñaba con tiento y delicadeza.

Lejos de reaccionar de forma agresiva ante esta atrevida manipulación, la respuesta era siempre la misma: un Ggrrr de satisfacción. Una suerte de rugido que brotaba desde lo más profundo de las entrañas del animal, y que es uno de los sonidos más impresionantes que hayamos escuchado jamás.

Se nos echaba el tiempo encima. Antes de que cayera la noche debíamos coger el autobús que nos llevaría de vuelta a Madrid. Era hora de decir adiós.

No quise apartar la vista de mis dos amigos, hasta que finalmente se perdieron en la inmensidad de su cercado. Y así, con la alegría de lo vivido y la melancolía de lo acabado, nos despedimos también de Carlos.

“¡¡Gracias por dejarme ser lobo por un día!!”, recuerdo que le dije sonriendo, en alusión a la frase de la camiseta.

Me gustaría dejar claro, para terminar, que estos animales no están aquí por capricho. Ellos son los mejores embajadores de su estirpe. Desempeñan una función tan importante como la que llevan a cabo sus congéneres en los diversos ecosistemas que ocupan.

La educación es uno de los pilares sobre los que se sustenta el equilibrio ecológico. Y en la construcción de esa sólida base trabajan, sin saberlo, ‘Roma’, ‘Rómulo’ y ‘Remo’. Pues junto a otros ejemplares criados y manejados por Carlos Sanz, han protagonizado diversos reportajes y documentales en favor de la divulgación y la conservación del lobo ibérico, promoviendo la necesaria coexistencia entre esta emblemática especie y las actividades humanas tradicionales en el mundo rural.

por Manuel Sobrino Senra