DISNEY

Los Lobos No Lloran cartelCuando los enemigos del lobo quieren descalificar a los que proponemos su protección, nos tildan de meros “urbanitas” desconocedores de la dura realidad de la naturaleza. Dicen que por nuestra falta de experiencia en el medio natural vemos al lobo como a un “peluche”, y que por eso nos horroriza que se le acribille. Ellos (los cazadores y otros partidarios de pegar tiros) presumen de conocer ese medio a fondo y aseguran que matar lobos no es otra cosa que seguir las implacables leyes de la vida. Nos acusan, en fin, de vivir instalados en un ilusorio “mundo Disney”.
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Mi reacción inicial al leer comentarios de esa clase es pensar “¡pero qué imbecilidad!”, pero acto seguido tomo distancia y hago examen de conciencia. ¿Y si tuviesen razón? Al fin y al cabo, usar el nombre de Disney para desvalorizar la empatía se está convirtiendo en una práctica común, no sólo entre los cazadores sino también entre biólogos y ecologistas deseosos de marcar distancias frente a otras posturas, especialmente el animalismo. Así pues me pregunto: ¿estaré perdiendo de vista algún aspecto fundamental de la cruel realidad natural?
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Para buscar la respuesta empiezo por repasar mi propia experiencia. Mi profesión me ha llevado a estudiar a los animales desde varias perspectivas diferentes. He pasado mucho tiempo en la sabana africana observando su fauna salvaje, y he visto a los elegantes antílopes exhalar su último aliento entre las garras de los grandes felinos, con sus dulces ojos muy abiertos hacia un cielo inmisericorde. He visto a los ñúes y las cebras morir ahogados o pisoteados por sus propios compañeros de manada en medio del caos de la migración. Pateando las montañas cantábricas, he visto la delicada pezuña de un corzo emergiendo íntegra del excremento de un lobo, como recordatorio de la implacable función depredadora del cánido. He estudiado a los animales en la sala de disección, donde el primate o el felino que casi parecía dulcemente dormido al principio de la sesión va quedando reducido a sus partes constituyentes: músculos, huesos, tendones y un cubo de casquería. Siguiendo humildemente los pasos de Leonardo da Vinci, he aprendido sobre la estructura interna de mis modelos al precio de convertirlos en macabras lecciones de anatomía. Pero mis principales objetos de estudio son los animales prehistóricos, y participar en excavaciones paleontológicas no es otra cosa que enfrentarse a tragedias que tuvieron lugar hace miles o millones de años. Sin esas tragedias no tendríamos objetos de estudio.
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En definitiva, mi estudio de la vida ha tenido siempre el contrapunto de la muerte como compañera inseparable. Por lo tanto, y a expensas de las lecciones que el destino aún me depare, soy consciente de que la naturaleza, sin ser cruel, parece desde luego indiferente al sufrimiento de sus criaturas.
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Y aquí llega al “quid” de la cuestión: una vez reconocida la dureza de la vida natural, ¿debo convertirme en cómplice de esa dureza, y dedicarme a sembrar la muerte y el dolor a mi alrededor, dado que ambas cosas de todas maneras ya existen ahí fuera? En última instancia la respuesta a esta pregunta implica una decisión moral, pero para quienes carecen de ese factor ético lo único que funciona son las prohibiciones o límites externos. Dicho de otro modo, hay personas incompletas, carentes de ese elemento sofisticado llamado empatía, que siempre intentarán sentirse poderosas abusando de cualquier ser que no pueda defenderse, y en un mundo en el que la mujer y las minorías étnicas o culturales hacen valer sus derechos cada vez más, las víctimas más accesibles son los animales. La muerte y sufrimiento evitable impuestos hoy por el hombre a millones de criaturas no son consecuencia de la compleja estructura del universo natural como algunos dicen, sino de la estructura (poco compleja) de muchas mentes humanas.
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Hace ya cuarenta años mi amigo el pintor venezolano Eliseo López me contó como dejó la caza después de ver, ya como adulto, la película “Bambi”. Obviamente él sabía que los animales no hablan ni se comportan como los personajes de ese cuento infantil, pero de todos modos le sirvió como excusa para desarrollar el respeto y la empatía hacia otras formas de vida y convertirse en una persona más plena y sensible. Por mi parte nunca he visto la película y confieso que me suelen irritar las historias de animales que hablan, pero considero que si ha operado en otras personas el mismo cambio que en mi amigo, entonces está más que bien empleada, y sólo por ello estaría dispuesto a verla un día (cuando no tenga tantas cosas urgentes que hacer).
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Por otro lado, la Disney ha producido películas que enriquecen nuestra visión de la naturaleza sin humanizar a los animales, y probablemente el mejor ejemplo sea esa pequeña joya cinematográfica titulada “Los lobos no lloran”. Dirigida en 1983 por Carroll Ballard, esta película cuenta la historia de un biólogo enviado por el gobierno canadiense al ártico para estudiar los lobos y justificar la práctica de matarlos para defender a la población de renos, codiciados a su vez por los cazadores. Una vez instalado en la zona de estudio, el científico descubre que en realidad los lobos mantienen un complejo equilibrio con sus presas, que no sólo incluyen a los renos sino una proporción soprendente de pequeños mamíferos. La historia se basa en el libro autobiográfico “Never Cry Wolf” de Farley Mowat, en el cual se mezclan elementos de realidad y de ficción, y por ello el relato debe tomarse “con un grano de sal”.
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Pero más allá de su variable exactitud documental, la película  de Ballard combina de tal manera la belleza y la sobriedad en el relato que podemos verla tres décadas  después de su estreno como una obra básicamente contemporánea, o atemporal. Es una historia iniciática sobre una persona que descubre la naturaleza, la cultura ancestral y, en última instancia, a sí misma. Así pues, la próxima vez que alguien me acuse de vivir en un mundo “Disney”, me acordaré de “Los lobos no lloran”. Recordaré la escena, dura y maravillosa, donde el protagonista, manchado de la sangre del reno matado por los lobos, le arranca la costilla que mostrará la enfermedad que lo debilitaba y lo convirtió en la víctima a derribar. Recordaré los animales que he visto sufrir y morir como parte del ciclo natural que lleva millones de años funcionando y determinando la adaptación de las especies, un ciclo que nunca podría confundir con el capricho sádico de personas ociosas provistas de armas de fuego. Y si eso significa vivir en un mundo “Disney”, prefiero habitar en él que en un mundo de brutalidad insensible disfrazada de realismo costumbrista.
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Mauricio Antón
Vicepresidente de Lobo Marley